Culpables del asedio a los indígenas en Colombia coinciden en el carácter oscuro de sus intereses. Descontrolados alicientes económicos que lo cruzan todo. Los afanes de poder, los apegos a la tierra, la falta de escrúpulos para acrecentar las riquezas.
Y las traiciones y oportunismos gubernamentales, claro está, y la institucionalidad atrapada por criminales bien trajeados. La delincuencia organizada con todos sus rangos y sabores.
Culpables del asedio a los indígenas en Colombia
Es larga la serie de razones entrecruzadas que por más de dos siglos llenan de desolación los distintos rincones del país. Una violencia penetrante, que no es más amarga porque es cotidiana. Lo cotidiano, que es lo único que vuelve vivible lo invivible. Contentos con la tragedia mientras alaban al hombre que encarna la «hecatombe» nacional.
Un desmadre absoluto en el que las responsabilidades son endilgadas a los desvalidos. Los asesinados se inmolaron, las mujeres violadas lo quisieron, el ajusticiado se degolló. Los usurpadores de la tierra, en cambio, tuvieron buena voluntad. Por eso no habrá restitución.
Las víctimas son inculpadas; los culpables, compensados. Una historia contra los indígenas que sobrepasa los quinientos años: la ofensiva que no se fue. Y que va aún más allá de los propios pueblos originarios.
Comprende a todos los pobres y desposeídos de esta tierra: campesinos, afros, miserables, «suserables» (Les Luthiers). A los despojados y desplazados que suman millones. Los negados por una sociedad de renegados. Para un país entero anegado en sangre.
Instrucciones para delinquir
Ha habido instrucciones semejantes a la directiva militar reciente de prometer incentivos en las filas a cambio de resultados. O, como se precisa en el argot interno, galardones por delincuentes dados de baja.
Por ejemplo, el estímulo de antaño ofrecido para canjear paisanos muertos por ascensos, días libres, hamburguesas y otras gabelas de menor cuantía. Un país en el que la vida se deprecia más que la devaluada moneda nacional: una existencia equivale a unas horas de asueto.
Acicates para que las patrullas regresen con muertos a rastras. Ningún capturado o herido. En los enfrentamientos, no todos los caídos mueren. Habría que rematarlos entonces. Y sin compasión los remataron.
Pero ocurrió (y ocurre) que no todos esos matados y rematados eran (son) delincuentes. Además, ninguno, o muy pocos, estaban donde cayeron. Y a muchos ni siquiera los mataron los militares que reclamaban los laureles.
Hubo que darle un nombre presentable a esos asesinatos llevados a cabo por militares o adquiridos a los aliados paramilitares: «falsos positivos». Con los discordantes adjetivos juntos se nombró la aberrante costumbre, sin precedente conocido en ninguna otra parte del mundo. La práctica precursora de la que ahora vuelve a animarse (si es que en algún momento dejaron de animarla).
No está claro a estas alturas cuánto le desmontaron a la nueva directiva, aparte de varios verbos y adverbios. ¿Norma dual? ¿Orden contrariada o malentendida? ¿Coincidencia? Otra vez, quién sabe. Pero de fuente sucia y nada sana viene el degenero.
La sistematicidad no sale a flote con uno que otro caso; la regularidad se evidencia con el paso del tiempo. Y es clarísima cuando aquellos homicidios inconexos, a los que nunca se les prestó atención, no dejan de repetirse. Acontecen de seguido, aunque unos tras otros se registren como casos aislados.
¿Por qué? Son variados los motivos por los que en Colombia los problemas dejan de ser una eventualidad para convertirse de repente en sino insoslayable.
«¡Niégalo todo! Di que no es cierto…»
Los culpables son enfáticos al momento de desmentir la realidad. «¡Niégalo todo! Di que no es cierto…» Un estribillo que se tararea por las cantinas (bares) de la región.
No aludo al desengaño romántico de la popular canción. Lo evoco porque es el axioma con el cual muchos bandidos notables pretenden esconder la sangre en las manos y las tantas culpas que llevan adentro.
La dirigencia política y militar no acepta que los incidentes consecutivos, sucedidos por miles, tienen naturaleza sistemática. La negación es institucional de buenas a primeras. Los remiendos oficiales los esparcen sin chistar los grandes medios.
El descargo acostumbrado: “Aún no sabemos quiénes son los culpables”, afirman las autoridades. Lo inexcusable e infaltable: “Tuvieron sus razones”. De tal modo, una buena parte de la buena sociedad, conocedora de todo, exculpa a los victimarios.
Lo inaudito que se vuelve corriente: tildar de exageradas las condenas de risa impuestas a los masacradores por jueces bajo amenaza.
De las condiciones a los condicionales
Ciertos miembros de la institución castrense son invadidos por esa anomalía llamada «espíritu de cuerpo». Así, niegan con tozudez lo que unas veces ignoran, pero, en otras, lo que no desconocen tanto. Piensan, tal vez, que le hacen un bien a los suyos. En realidad, favorecen a los criminales. ¿O es que éstos son los suyos?
Creen, quizás, que portando fieles el escudo de los malhechores no dañan a la institución que aseguran venerar. No le ayudó al estamento militar la alcahuetería ciega de Guillermo Botero, un ministro de Defensa (de guerra) que le ocultó hechos execrables al país.
El mismo funcionario que rehuyó asumir las responsabilidades políticas durante largo tiempo. Mejor dicho, hasta el final en el cargo. Como si nada tuviera que ver con él, ni con su bajeza humana ni con las órdenes firmadas. Y que, como exfuncionario, todavía las elude gracias a la merced de un Congreso politiquero y alcahuete.
Un ministro que, entre más mociones de censura sorteaba, más legitimidad perdía. No sólo él, sino el Gobierno y, sobre todo, los militares que representaba. Por fin, partió a regañadientes, a horas de convertirse en el primer ministro colombiano sacado a escobazos del puesto.
Pero él no se llevó consigo todo el deshonor, tampoco toda la culpabilidad. A partir de ahora tendría que establecerse con exactitud lo que nunca se establecerá.
Digamos, cuántos y quiénes, militares y no militares, participaron en el asesinato de los menores. Y en las ejecuciones extrajudiciales denunciadas. Debería determinarse cuáles fueron las condiciones atenuantes y las agravantes, y castigar a los culpables.
Una culpabilidad extendida más allá de este fatídico acontecimiento, que debería establecerse con claridad, y de modo íntegro. En Cauca, Nariño, Putumayo, o en la Guajira, no cesan las matanzas de dirigentes y líderes indígenas. O de afros, en Chocó y Valle del Cauca.
Tendría… Debería… Habría… Conjeturas reforzadas con condicionales y potenciales para tapar la certeza de que el camino no lleva a parte alguna. El camino de la Justicia colombiana, por supuesto, porque el de la impunidad es expedito.
El ministro menestral
Un adorno bien feo tuvieron a la cabeza los militares buenos y honestos durante los últimos quince meses. Aquellos que por aguantar los vientos en contra dentro de los cuarteles han sido y son doblemente dignos. Y valientes.
No olvidemos que desde el interior de las propias fuerzas militares se filtraron las principales denuncias. Las represalias tomadas contra ellos no fueron leves.
Ser un «héroe» honesto y de verdad no es tan fácil como serlo en los bocadillos embusteros y oportunistas de los politiqueros. Ni en los titulares lisonjeros, que, tanto como se deslíen un día en alabanzas, al siguiente lo hacen en improperios. Una común implicación de la comunicación mediatizada y mediocre.
«Y no, yo no voy a renunciar», runruneó junto a la puerta de salida el exministro de Defensa Botero. Claro, ahí mismo lo conminó el patrón, don Álvaro Uribe, a renunciar. Y renunció.
No lo hizo por voluntad propia, como debió ser, sino bajo la “involuntariedad” impropia que lo distinguió en el cargo. Claro, también, porque jefe es jefe.
Ver también
Muerte a indígenas.