Excombatientes de las FARC, activistas sociales y de Derechos Humanos, y líderes campesinos y de minorías étnicas son asesinados a lo largo y ancho de Colombia. Y, por la localización de los resguardos, los pueblos indígenas se llevan una de las peores partes.
De intereses y pleitos
La guerra no la contrarrestan con blindados ni confrontan un grupo u otro de bandoleros sueltos. Se trata de bastones indígenas contra Estado y narcotráfico, es decir, comunidades humildes y pacíficas frente a recias organizaciones criminales y una institucionalidad despiadada.
La guerra que padecen las comunidades indígenas y campesinas del Suroccidente también circula por los Santanderes. Lo mismo que campea al sur del Valle del Cauca, y en el norte y el nordeste de Antioquia. En Cundinamarca y Boyacá, hasta el tuétano. Arauca, Chocó y Huila, y al norte de Sucre. Y al igual que se propaga por Nariño y Putumayo, en límites con Ecuador. En Bolívar, Caquetá…
La guerra que afrontan los indígenas nasa del Cauca la viven las comunidades zenú de Sampués, en el departamento de Sucre, al norte. Así como el pueblo barí, en Catatumbo, cerca de la frontera con Venezuela. O los yanaonas, cruzando las montañas del mismo Cauca.
Del Cauca al país
Los resguardos, en casi todo el territorio colombiano, sufren intimidaciones, desplazamiento forzado, confinación, asesinatos. Son comunes el reclutamiento de menores, los abusos sexuales y la tortura de algunos de sus miembros.
Los motivos son coincidentes en las diversas regiones. Pero lo que pasa en el Cauca, en particular, es trágico. Los indígenas y campesinos de ese departamento le ponen el lomo a los males nacionales de sus localidades. Y así mueren. Digo, los matan.
La Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) denunció que hasta mediados de octubre de 2019, en menos de diez meses, asesinaron a ciento quince indígenas. Catorce eran de la etnia nasa.
No obstante, que nadie se detenga en las cifras. Los datos de muertos en Colombia pierden vigencia en días. Se invalidan en horas. Para el senador indígena Feliciano Valencia «se trata de una crisis humanitaria que afecta la vida y pervivencia de los pueblos indígenas del Norte del Cauca». No se puede simplificar ni minimizar la situación.
Del disimulo a lo recóndito
Entre las causas de la violencia desatada, el Gobierno de Duque las restringe al fenómeno del narcotráfico. Pero es más que eso. Cultivos ilícitos, laboratorios, y rutas de pasta base de coca y de marihuana son fases claves del negocio en disputa.
Por su control están enfrentados a muerte grupos armados irregulares de todas las pelambres. No es para menos. Las superficies dominadas por las FARC eran vastas y, con la firma del acuerdo de paz, quedaron a la deriva. Sin dios ni ley.
El Estado hizo poca o nula presencia con los prometidos programas sociales y de desarrollo rural. Asomó con puestos de policía, a lo sumo. Tenderetes trasformados en bases militares que a la larga fueron los batallones de alta montaña que ahora atestan las cordilleras.
No se olvide que la minería legal y la ilegal no son convidadas de piedra en el pandemónium. Aunque discreta y disfrazada desde arriba, más dañina la primera que la segunda, de por sí devastadora.
Ni que existen atávicas pugnas por la tenencia de la tierra, para las cuales la averiada Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Ley 1448 del 10 de junio de 2011) fue echarle sal a las heridas. Las heridas, ni para qué decirlo, las llevan las víctimas en la piel y las entrañas.
O que se incrementan los voraces proyectos agroindustriales y la explotación indiscriminada de recursos naturales. No hablamos, además, de intereses unidireccionales, sino de ambiciones recónditas y entrelazadas.
Quiénes son, dónde están
En la zona operan disidencias de las FARC, el ELN, residuos del EPL, bandas criminales, paramilitares y narcoparamilitares. El Clan del Golfo (que es de todo un poco), los delincuentes comunes, y demás delincuencias organizadas y desorganizadas.
Los sicarios se contratan en cualquier esquina, barato, a término indefinido. O por horas. El modelo de contratación que ahora los empresarios quieren imponer a los trabajadores formales; a decir verdad, no tantos.
Los contratistas de los gatilleros, en cambio, pertenecen a élites regionales de alcurnia. La flor y nata racista, excluyente y corrupta. Caucana, valluna, de cualquier lado. Pertenecen a las castas político-mafiosas que operan desde Cali y Popayán.
O son prestantes hombres a cargo de colosales proyectos agroindustriales y de explotación minera. Un pérfido y poderoso puñado de criollitos y extranjeros afincados en Bogotá o Vancouver o Nueva York.
La clemencia con matones
¡Muerte a indígenas!, es lo que sostienen los culpables del asedio a indígenas en Colombia. La frase se transforma en lema, y el lema es un sino para cientos de colectividades pertenecientes a las minorías étnicas. Y de miles de comunidades campesinas.
Su principal delito: atravesarse con sus terruños y sus territorios ancestrales en los derroteros de la codicia. Una confrontación despiadada que tampoco está distante de dos visiones del territorio contrapuestas por el capitalismo. La convivencia y la conservación de la tierra, y su explotación y agotamiento.
La actual desgracia de los indígenas del norte del Cauca, en Colombia, es la misma de todos los pueblos originarios del continente. Del Cabo de Hornos, al sur, a Nuvuk (Punta Barrow), al norte, y desde hace más de quinientos años: estar ahí. Es decir, existir.
Bastones indígenas contra Estado y narcotráfico
Así arribamos a la disputa presente. La desigual batalla entre bastones de mando y material bélico poderoso. Palos de chonta contra fusiles estadounidenses semiautomáticos AR15 de Colt. Los juguetes de moda entre las pandillas de hampones por su ligereza y practicidad a la hora de ultimar inocentes.
Variantes de la asimetría militar colombiana de matar amenazadores niños secuestrados con bombas y ráfagas de ametralladora.
Porque hay quienes pretenden endilgarle el pecado de sus propios crímenes a los indígenas y a su guardia. A la autonomía lograda con su paciencia de siglos y pugilatos mortales que tienen a muchos pueblos al borde de la extinción.
Unos ciudadanos lo hacen por ignorancia, pues, a su vez, son víctimas de manipulaciones venidas desde la cuna. Otros, en cambio, saben bien lo que hacen y por qué pregonan los embustes. Estos son los culpables del asedio a indígenas en Colombia.
¿Cómo no censurar que los indígenas intenten hacer valer sus derechos a través de alegatos que no ofenden y armas que no matan? ¿Cómo tolerar la paz en un entorno social en el que se asesina ferozmente porque sí y con saña porque no?
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Muerte a indígenas
Ofensiva contra indígenas en Colombia.
Inseguridad democrática para los indígenas.
Culpables del asedio a indígenas en Colombia.
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La guerra no suple olvidos.
Nuevos abusos de varios siglos contra indígenas en Colombia.